Era un minuto cualquiera de una hora cualquiera de un día cualquiera. Era un momento igual a todos los otros en la gran urbe, un momento de constante movimiento. Los pasos de la demás gente resonaban y coincidan de manera perfecta, como si fuesen soldados marchando hacia una guerra. Las caras eran todas iguales, la seriedad y la indiferencia fabricadas solo para no dar sospechas, la tristeza y la soledad implícitas en sus arrugas y ojos. Y yo me preguntaba porque esto no podía terminar, porque era que una persona no podía simplemente sentarse y descansar. Entonces vi algo que no veía desde que era un nene, un banco. La verdad no se porque seguiría ahí, ya nadie los usaba, no había tiempo para sentarse y descansar. Mi impulso le gano a mi mente, me salí de la uniforme fila y me senté en el banco... me había sentado en el banco. La risa brotó en mí como si fuese un niño de siete años, no podía contener la emoción de haber logrado salir de ese terrible estado. Sin embargo... no había salido como yo esperaba. La gente se mantenía indiferente a mi osadía, y seguía con la mirada fija en el gris y monótono horizonte. Era como si estuviese en la orilla de un río.. había logrado escapar a la fuerte corriente, pero ya no me podía regocijar en sus dulces aguas. Empecé a desesperarme, empecé a gritar. La gente seguía y seguía la fila, sus ojos no se detenían. El río me seducía a volver a sus aguas, me tentaba, me llamaba.
Me paré lentamente del banco, y lentamente me introduje en la fila. Miré hacia atrás y vi por última vez lo que había sido mi única liberación en toda mi vida. Sabía que no la volvería a ver, sabía que no la quería volver a ver. Quizás ahora su existencia tenía un sentido... seguramente tenía ese sentido.